Vacaciones… Ha llegado el momento fatal de cerrar la
puerta con dos vueltas de llave y lágrimas en los ojos, despedirnos de nuestro
querido hogar, y dirigirnos a un destino incierto del que conocemos poco más
que su cercanía a la costa o su aislamiento en los campos de España.
Por un extraño vestigio cultural
que nos tiraniza, el ser humano necesita alejarse de su entorno natural durante
unas semanas y zambullirse en un espacio extraño, normalmente incómodo y hostil
donde, por cuenta de un supuestamente beneficioso cambio de aires, se le
castiga con una dieta hipercalórica, grandes dosis de rayos uva letales y la
presencia masiva de artrópodos amenazantes. Los más radicales llevan el ritual
al extremo de desplazarse a remotos países de culturas estrambóticas, donde la
llegada del turista rico siempre es bienvenida con ceremonias folklóricas muy
fotogénicas que suelen acabar con la mano extendida.
Imágenes del reportaje de Mar Requena y Rafael Vargas publicado en la edición de agosto de Casa Viva, cortesía de la revista. Arquitectura: Gerard Rodriguez. Interiorismo: Sandra Roca.
Abandonamos la casa durante la
única época del año en que podríamos disfrutar de ella. En las únicas semanas
sosegadas que tenemos para mimarla, cuidarla y restañar las heridas del largo
invierno. Traspasamos la valla simbólica de nuestra felicidad hogareña que se nos
queda mirando con expresión desabrida, borde, enojada. Ahí te quedas, le
decimos, y nos vamos con patética pinta de guiri a sumarnos a las hordas de
veraneantes desarraigados en continuo movimiento.
¿Qué le vamos a hacer? Somos así.
Podríamos negarnos y hacernos
fuertes tras el alcázar de nuestra vieja butaca, pero si optamos por transigir
y dejarnos llevar por la desidiosa condición humana, al menos miremos de endulzar
ese trago desabrido. Porque, amigos,
cabe la posibilidad de conciliar nuestro entrañable hábitat con los
espacios de vagos contornos y anulada personalidad que nos ofrecen hoteles y
apartamentos a tanto la semana.
Se trata de que alguien diseñe un
kit de hogar portátil que podamos llevar en el maletero del coche junto con las
playeras y la cesta del gato, de manera que allá donde vayamos a parar, pueda
desplegarse y cubrir con su presencia inequívoca el horror que se nos había
preparado.
Por supuesto este kit debe
integrar todos aquellos elementos que nos permitan sentirnos como en casa. Más
aún: estar en casa. Debería incorporar a discreción cosas como la butaca de
lectura, la almohada viscoelástica, la nevera repleta y la taza del inodoro. Es
decir, todos aquellos objetos que nuestro castigado cuerpo reconoce como
aliados cordiales en el borrascoso camino de la vida diaria. La lista de
elementos puede ser muy extensa, pero nos conformaremos con unas cuantas piezas
emblemáticas que engañen un poco los sentidos como esa fragancia que al cerrar
los ojos nos lleva a un lugar lejano de la memoria, de donde no queremos
volver.
Ahora que está de moda hablar de
diseño emocional para justificar las nuevas propuestas de interiorismo basadas
en motivaciones difusas y ligeramente freudianas, responder a esta exigencia
sería un verdadero reto. Un kit de sensaciones hogareñas que, como la cesta del
picnic, se pueda desplegar en cualquier rincón del mundo y depositarnos
dulcemente en brazos de nuestro amable entorno doméstico. Algo que sería
imprescindible no solo para turistas conspicuos sino también para viajantes
sempiternos y nómadas por oficio.
No sé muy bien cómo se puede
montar este kit, francamente, pero para eso están los diseñadores, que siempre
alardean de que son capaces de responder a cualquier necesidad del consumidor.
Pues ésta es la necesidad. Esperamos con inquietud sus noticias.
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