Hemos pasado de soportar las carencias más crudas a
una sociedad de consumo que sobrevive gracias a nuestra capacidad inagotable de
asimilar cosas inútiles todos los días. De no tener nada a tener demasiado.
Somos como las ocas del foie que alimentan con un embudo hasta reventar, sólo
que nosotros seguimos tragando alegremente, como si nada. Nuestro problema ya no es poseer, sino prescindir, de
la misma forma que el gran reto de los países desarrollados no es alimentar a
su población sino evitar la epidemia de obesidad que produce el exceso de mala
alimentación.
Un hogar también puede padecer de obesidad, y de
hecho seguro que conocemos más de uno que acumula en sus paredes la grasa
superflua de muebles y complementos innecesarios, los michelines de mil y un
trastos que no sirven para nada, las lorzas antiestéticas que produce el exceso
de figuras de cerámica, recuerdos, fotos, cojines y lamparitas. Las sufridas
viviendas tragan con lo que les echen sin rechistar, acumulan kilos de más,
engordan para nada, pierden la buena forma, el tono que las hace dinámicas. Una
vivienda obesa se reconoce en seguida porque da la sensación de que todo se te
cae encima y no hay manera de atravesar sus volúmenes sin vadear órganos
hipertrofiados. El corazón, que suele ser la cocina, está a punto de sufrir un
infarto. Las cañerías del baño se obstruyen por el colesterol decorativo.
Respira mal.
Disfrutar de fortuna ha sido siempre uno de los
mayores anhelos de la humanidad y ello conllevaba acumular bienes. Este acto
inconsciente de acumular, típico de quien huye de la pobreza, se ha mantenido a
lo largo de los años como consecuencia de un miedo atávico. Pero en la era del
consumo desenfrenado poseer muchas cosas es un contrasentido, una señal de
pobreza de espíritu, de inocencia suprema, de no entender el mundo que nos
rodea. Ni el sentido común, ni la necesidad de cuidar el planeta del desgaste
prematuro de recursos, van por este camino. El tema es saber qué queremos,
poseer poco pero bueno, no rodearse de cosas inútiles. El verdadero lujo, hoy
en día, es un espacio vacío, es disfrutar de cosas que son realmente
importantes como un atardecer o una conversación en familia alrededor de una
mesa.
La modernidad no es acumular sin freno sino apreciar
las cosas, valorarlas en su justa medida, no renunciar a nada que nos haga
felices pero sí saber renunciar a todo aquello absolutamente innecesario que el
sistema nos quiere vender a la fuerza. La casa moderna, o mejor dicho, la casa
que se identifica con su época, tiene que ser por definición una casa sencilla,
abierta, sin adornos ni grasa decorativa de más.
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