Nunca la
televisión se había mostrado tan interesada en el mundo de la casa como ahora.
Se multiplican los programas que se apoyan, de una forma u otra en la
intromisión en domicilios ajenos, para dar a conocer personajes, situaciones,
problemas o, incluso, espacios para vivir. El fenómeno viene rebotado del mundo
anglosajón donde hace años que funcionan programas dedicados a la decoración
del pim, pam, pum: tú te vas de casa con toda tu familia durante una semanita a
un hotel birrioso y mientras tanto entramos allí y convertimos el hogar
aberrante de cortinas casposas en una pretenciosa mansión con muchos colorines.
Esta serie, en concreto, tenía mucho éxito.
En nuestra
entrañable programación actual tenemos espacios con periodistas que visitan la
casa de los famosos, programas que recorren alucinados las mansiones horteras
más pretendidamente hiperlujosas del mundo, realities
donde se intercambian los maridos para
poner a prueba nuevas formas de convivencia, asesores de educación infantil y
de adolescentes conflictivos (que no suelen caer en la cuenta de que en esas
viviendas no se puede estar equilibrado), casas en la Sierra donde se enjaula al
personal en nómina con el compromiso de animalizarse durante unos meses,
programas que explican cómo es la vida de un grupo de jóvenes que comparten
piso, otros que pretenden adaptar a un famosillo, e incluso un espacio dedicado
a la educación canina.
Interior de Gran Hermano. Al primero que habría que expulsar de la casa es al interiorista.
La cámara
inunda los hogares ajenos en un ejercicio de voyeurismo siempre atractivo, siempre irresistible, con la excusa
de retratar costumbres y usos sociales, hurgar en las complicadas vidas ajenas
y, de paso y a veces inconscientemente,
enseñar cómo son esos espacios donde los “otros” estampan sus vidas.
La casa, como
escenario siempre a punto para registrar horas y horas de “acontecimientos”
supuestamente interesantes, no deja de ser un plató barato, con actores que
trabajan gratis, incluidos los perrunos, dispuestos a mostrar sus intimidades y
a ponerles un punto de acidez si la tele lo requiere, con tal de cumplir con
los quince minutos de fama que Andy Warhol nos prometió a todos. O sea que,
detrás de este supuesto fenómeno, en realidad, lo que hay es una televisión low cost que suple con imaginación lo
que no puede hacer sin presupuestos decentes.
Pero,
bienvenido sean los agujeros de la cerradura televisiva que nos permiten espiar
la casa del vecino, si gracias a ellos nos hacemos una idea del estado de la
cuestión en lo referente a interiorismo real. Y decimos real, en contraposición
al ideal que retratamos las revistas, convenientemente espigado entre las
viviendas más bellas o más graciosas, y sin despreciar el toque final que le da
un buen estilismo.
No hay adjetivos para este atroz interior de un reality televisivo
Esta es la
realidad de la vida y, digámoslo con toda crudeza, la realidad no puede ser más
triste. O más esperanzadora para los estudios de decoración si este país se
despertara un día consciente del enorme agujero estético en que se mueve.
Mientras hace tal improbable cosa, nos regodearemos con esos documentos
impagables que muestran cuán lejos estamos del ideal de belleza de un hogar
moderno: sencillo, confortable y luminoso.
Las casas que
vemos son feas, incómodas y mal resueltas. Las cocinas son imposibles, los
baños irritantes y los salones ñoños. De los dormitorios, mejor no hablar. Hay
algunas honrosas excepciones que confirman la regla, pero el resto da una pena
muy profunda. Y aún estamos dispuestos a excusar las viviendas más humildes
(esas donde los niños berrean en el suelo con profesionalidad), por una simple cuestión
de recursos. Cuando no hay dinero, quién va a pedir sensibilidad formal… Pero
esas mansiones de gente ricachona decoradas con toneladas de mal gusto, esas
naves supuestamente modernas donde las cámaras del gran hermano vigilan a la
gente, esos escenarios de reality patéticos…
a esos no los indultamos. Les imponemos un severo castigo en forma de bajada de
audiencia. Si las empresas con campañas publicitarias decidieron en su día
abandonar un programa determinado por la mala olor de sus contenidos, también lo
harán con otros espacios por la fealdad de sus escenarios. Así es la vida,
señores. Se siente.
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