Si los economistas se dedicaran a
predecir el tiempo, cada invierno nos pillaría en bañador. La tremenda paliza
que la economía nos está propinando no la habían previsto ni los cerebros
grises de las mejores cátedras de la especialidad. Nadie lo vio venir y, lo que
es peor, nadie lo ve marchar. Sólo una idea parece reunir el consenso unánime
de unos y otros, expertos y consumidores, europeos y norteamericanos, liberales
e intervencionistas: “Nada volverá a ser como antes”.
Aunque estemos más o menos
escarmentados de la pavorosa penitencia que nos impone la alegría irresponsable
de los últimos años, parece obvio que las cosas tendrán otro aspecto de aquí a
poco. Ya lo tienen, de hecho. Y el universo de la decoración no se salva del
cambio. Hemos consultado nuestra particular bola de cristal (de Swarovski, por
supuesto) para saber qué nos depara el futuro, y esto es lo que nos ha dicho:
El reciclaje, sin ir más lejos,
pasará de ser una moda divertida para nostálgicos del hippismo y el flower power,
a una necesidad incuestionable. Ya no reciclamos por sentido de la
responsabilidad sino por pura necesidad de supervivencia. Y detrás de esta
nueva exigencia asoma la nariz una forma diferente de tratar los materiales, la
recuperación de algunos que parecían cosa del pasado y la defunción del
simpático “usar y tirar”. A la salud del planeta le acompaña otra inquietud más
próxima, la salud de los espacios habitables y de sus ocupantes. Sin necesidad
de tonterías orientalistas, los espacios se deben construir pensando en que
sean sostenibles y saludables.
El componente estético del diseño
ahora se ubica inmediatamente detrás del funcional, de forma que la belleza de
los muebles, y sus primos hermanos los complementos y las lámparas, vendrá dada
por rasgos como la eficacia, el buen uso, la resistencia, la facilidad de
mantenimiento y, probablemente, nos vamos a fijar menos en la belleza de las
piernas o la caída de ojos de una silla… De hecho, los arquitectos
racionalistas ya proclamaban que lo útil es bello, pero últimamente nos
habíamos liado un poco con las formas orgánicas, los diseños peludos, los
brillos y otras chorradas que nos recordaban lo rico que es el Primer Mundo. Fuera,
todo eso (a menos que seamos rusos o árabes adinerados), y bienvenidas sean las
superficies mates, las texturas desgastadas, los espacios limpios, las salas a
media luz, las piezas que nunca pasan de moda, los clásicos del diseño.
La comodidad es otra exigencia
irrenunciable, de forma que los diseñadores van a tener que ponerla en el
ranking de sus prioridades si quieren tener más trabajo (o simplemente, si
quieren tener trabajo), pero siempre bien entendida. Dado que la casa es el
nuevo refugio tanto de la individualidad como de la familia, el confort pasa
por reconstruir un espacio a la medida de cada uno, absolutamente
personalizado, ceñido a sus medidas, customizado
para reflejar su personalidad. Probablemente, el eclecticismo será lo que
mejor defina esta época de transición hacia no sabemos qué. La mezcla de influencias,
de épocas y estilos será lo que se va a imponer en las nuevas formas
decorativas y la única limitación por arriba será la imaginación, y por abajo,
el buen gusto.
Finalmente, la gran metamorfosis
vendrá dada por los precios. Muchas cosas deben cambiar en la estructura
comercial de la decoración para que los presupuestos y las posibilidades reales
de nuestros bolsillos se acerquen, pero no hay más remedio que explorar ese
camino. Las empresas lo saben y ya están trabajando en todo el proceso, desde
la producción hasta la venta y el montaje para ofrecer mejores relaciones
calidad precio. No hay otra salida. Veremos si se cumplen estas predicciones de
nuestra particular bola de cristal. Si no es así, rectificaremos. Total, los
economistas no aciertan una y siguen ahí, tan campantes.
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