Nunca la
televisión se había mostrado tan interesada en el mundo de la casa como ahora.
Se multiplican los programas que se apoyan, de una forma u otra en la
intromisión en domicilios ajenos, para dar a conocer personajes, situaciones,
problemas o, incluso, espacios para vivir.
En nuestra
entrañable programación actual tenemos espacios con periodistas que visitan la
casa de los famosos, programas que recorren alucinados las mansiones horteras
más pretendidamente lujosas del mundo, reportajes de españoles perdidos (en
todos los sentidos) por el planeta, programas que explican cómo es la vida de
un grupo de jóvenes que comparten piso, realities que se cuelgan del día a día
de unos famosillos, otros que intercambian cónyuges, reeducan niños
conflictivos, e incluso alguno dedicado a la educación canina. Nunca había sido
tan fácil colarse en casa de los vecinos.
La cámara inunda
los hogares ajenos en un ejercicio de voyeurismo
siempre atractivo, siempre irresistible, con la excusa de retratar costumbres y
usos sociales, hurgar en las complicadas vidas ajenas y, de paso y a veces inconscientemente, enseñar cómo son esos sitios
donde los “otros” escenografían sus vidas.
Hermano Mayor, programa de Cuatro. ¿Qué se desestructura antes, la casa o la familia?
La casa, como
escenario siempre a punto para registrar horas y horas de “acontecimientos”
supuestamente interesantes, no deja de ser un plató barato, con actores que
trabajan gratis, incluidos los perrunos, dispuestos a mostrar sus intimidades y
a ponerles un punto de acidez si la tele lo requiere, con tal de cumplir con
los quince minutos de fama que Andy Warhol nos prometió. O sea que, detrás de
este supuesto fenómeno, en realidad, lo que hay es una televisión low cost que suple con imaginación lo
que no puede hacer con presupuestos decentes.
Pero,
bienvenido sean los agujeros de la cerradura televisiva que nos permiten espiar
la casa del vecino, si gracias a ellos nos hacemos una idea del estado de la
cuestión en lo referente a interiorismo real. Y decimos real, en contraposición
al ideal que retratamos las revistas, convenientemente espigado entre las
viviendas más bellas o más graciosas, y sin despreciar el toque final que le da
un buen estilismo.
Españoles en el mundo de La Sexta muestra que el mal gusto es un lenguaje internacional
Esta es la
realidad de la vida y, digámoslo con toda crudeza, la realidad no puede ser más
triste. O más esperanzadora para los estudios de decoración si este país se
despertara un día consciente del enorme agujero estético en que se mueve.
Mientras hace tal improbable cosa, nos regodearemos con esos documentos
impagables que muestran cuán lejos estamos del ideal de belleza de un hogar
moderno: sencillo, confortable y luminoso.
El Inefable Joaquín Torres nos explica cómo se concibe una supercasa desde La Sexta, a base de imaginación y algo de presupuesto.
Las casas que
vemos son feas, incómodas y mal resueltas. Las cocinas son imposibles, los
baños irritantes y los salones ñoños. De los dormitorios, mejor no hablar. Hay
algunas honrosas excepciones que confirman la regla, pero el resto da una pena
muy profunda. Y aún estamos dispuestos a excusar las viviendas más humildes
(esas donde los niños berrean en el suelo con profesionalidad), por una simple
cuestión de recursos. Cuando no hay dinero, quién va a pedir sensibilidad
formal… Pero esas mansiones de gente ricachona decoradas con toneladas de mal
gusto, esas naves supuestamente modernas donde las cámaras vigilan a la gente,
esos escenarios de reality patéticos…
a esos no los indultamos. Les imponemos un severo castigo en forma de bajada de
audiencia. Si las empresas con campañas publicitarias han decidido abandonar un
programa determinado por el mal olor de sus contenidos, también lo harán con
otros espacios por la fealdad de sus escenarios. Así es la vida, señores. Se
siente.
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