Los
años noventa fueron la época gloriosa del mestizaje que era como asimilar algo
de la modernidad pero con mala conciencia. Con el cambio de siglo y las nuevas
circunstancias, las ambigüedades se han acabado. Es el Reino del Vintage.
Los grandes ríos de las tendencias decorativas se originan en manantiales tan diversos como los locales de restauración, la televisión, el cine, las revistas y las expresiones artísticas. Si nos fijamos en las primeras habrá que aceptar que estamos en plena y fanática revisión del pasado. De Londres a Shanghái, de Sao Paolo a Estocolmo no hay restaurante que se precie que no parezca extraído de un documental de la Europa de entreguerras, con pinceladas exóticas o sin ellas. Espacios añosos con sillas de metal o de madera curvada que parecen rescatadas del contenedor (ahora mismo la Tolix de colorines es un bestseller inesperado), mesas carcomidas por el tiempo y el friegue intensivo con jabón Lagarto, baldosas hidráulicas descascarilladas, lámparas de metal rescatadas de anticuarios, herrajes de aspecto art-decó, librerías inesperadas, cachivaches varios atornillados en los estantes, luces tenues que cohesionan la ensalada visual de nostalgia por un tiempo pasado en que la vida real no era tan amenazante.
Porque me niego a creer que esta moda
sea pura casualidad. Más bien parece el reflejo de una época miedosa en que la incertidumbre
se ha convertido en la única cosa cierta que nos queda y el futuro se contempla
como algo amenazador donde sólo se mueven con gusto los hípsters de barbas
largas (como las que frecuentaba mi bisabuelo, por cierto), gafas de pasta y
habilidades informáticas varias. Miremos hacia atrás porque hacia delante nos
da canguelo. El pasado era algo penetrable y humano -o al menos eso nos parece
ahora mismo- por lo que nos sentimos reconfortados en brazos de un amable
orejero de cuero gastado mientras tomamos un café y charlamos. Y en cambio,
todo lo que huele a modernidad, racionalismo y sencillez estética (ese
ramillete de valores democráticos que costó tanto conquistar y estamos
perdiendo a marchas forzadas) se identifica con la crisis de la modernidad.
El otro día leí en una reseña de un
nuevo restaurante de Madrid que se trataba de un diseño retro vintage, lo que se
presentaba como un aliciente similar a la calidad del jamón para acercarse
allí. A ver, un poco de orden por favor. De entrada, estamos hablando de dos
conceptos que no se deben confundir. Un mueble, un objeto o un ambiente se
consideran vintage cuando poseen una solera real acumulada con el tiempo, el
polvo y el uso. En este sentido se trata de algo realmente viejo, y si se trata
del mundo de la moda, de donde procede el término, una prenda que tiene más de
veinte años. El término retro se debería reservar a todo aquello que está
inspirado en elementos del pasado. El nuevo Mini tiene una estética retro. Un
Mini restaurado de verdad como el que conducía mi amigo León hace treinta años
es vintage.
En cualquier caso nos hallamos ante una
estética tan pobre como engañosa, que cubre su vacuidad con aparente miedo al
vacío y que a falta de discurso estético echa mano de todo lo que pilla para
abrumarnos con sus guiños al siglo pasado. Una visita gratuita al infame Museo de Cera. Esperamos que no contamine con su
retórica polvorienta el universo de la casa para no tener la sensación de que
damos un paso atrás.
Bien pensado, cómo va a convencernos de
que en plena era de la vivienda inteligente, interconectada y autosuficiente
debemos colocar un quinqué de aceite falso en el salón. Decididamente, el retro
vintage es una tendencia de cartón piedra para una época con escaso apego a su
tiempo. Que viva pocos años.
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