El arquitecto piensa en las casas
como contenedores donde transcurre la vida de las personas. Proyecta cajas
blancas, abiertas, ventiladas, íntimas. Luego, con la ayuda de los industriales,
las construye preñadas de cables, tuberías y conducciones que hacen la vida más
fácil y agradable. No puede ir más allá. Como mucho, y si se lo piden, aporta
espacios técnicos como la cocina o el baño. Tal vez él mismo o los
interioristas acaben de conformar el contenedor en su totalidad. A la luz
natural le oponen la nocturna, al blanco, los colores, al frío de los suelos,
los tejidos y las maderas… Finalmente lo tiene que dejar porque lo que hace, como el arte moderno, son obras abiertas, no acabadas hasta que las
personas les insuflen vida.
Ahí están. Dispuestas a ser
adquiridas, ocupadas, habitadas por nosotros. Hasta que llega ese momento
mágico, las casas son hojas en blanco donde todo está por escribir. Hermosas
libretas de papel impecable, sin trazos, que esperan una historia.
Proyecto de David Kohn Architects La inteligencia de este
trabajo y la sensibilidad para adecuarlo a la estética del barrio le han valido
el reconocimiento al mejor diseño del pasado año del Festival Inside, del Reino
Unido. Fotografías publicadas en Casa Viva 202, cortesía de la revista.
Giramos la llave y entramos en la
casa. Desde el momento en que ponemos un pie en ella ya no hay vuelta atrás.
Empezamos a escribir con renglones rectos y letra diminuta que poco a poco va
acumulando frases con sentido, diálogos ingeniosos y capítulos completos de la
vida. Inevitablemente los asépticos contenedores que antes sólo articulaban
volúmenes y luz se empiezan a llenar de palabras en forma de objetos que entran
y salen, cacharros, alimentos, ropa, niños, gadgets, libros nuevos y diarios
viejos.
Todo lo que compone el infinito léxico del hogar se acumula
lentamente y transforma su aspecto en un “tempo” que no es el nuestro, porque
seguramente la casa nos sobrevivirá pero, por cortesía, se amolda mucho al ritmo
de una generación.
Como las libretas de viajes que
se llenan de fotos, recuerdos y entradas de museos, la casa se va cargando
lentamente hasta que adquiere un poso inapreciable pero que, en el fondo, nos
hace sentir bien. En la habitación del hotel, impávida ante las emociones de
quienes pasamos allí una noche, añoramos las sensaciones de nuestra casa.
Cuando volvemos después de unos días fuera sentimos una gratificación física
inexplicable. Decimos: al fin en casa o como en casa en ningún sitio, y nos
arrellanamos en el sofá como si fuera el regazo de nuestra madre a la hora de
merendar.
Ese misterio de la casa como
espacio protector es algo tan valioso que, a veces, ni siquiera le damos la
importancia que se merece, pero todos coincidimos en disfrutar esa sensación y
no hay injusticia más grande que no poder hacerlo.
No existe una casa ideal sino
aquella que cada uno conoce como propia y donde se siente como persona. Por eso
me gusta que el tiempo deje marcas en las viviendas, como lo hace en las
personas. Las arrugas en la cara son las huellas de nuestra historia. Las
grietas y los despintados, los agujeritos sin tapar y las leves manchas de
humedad son las arrugas de la casa, las que no puede prever el arquitecto, las
que nos recuerdan que ésta nos espera por mucho que tardemos en volver. Tal vez
algún día las viviendas vengan con grietas de autor, como los tejanos se venden
con remiendos “customizados”. Grietas y fisuras preciosas realizadas con la mano maestra de arquitectos que se adelantan al tiempo y nos proponen espacios "ya vividos".
Mientras esperamos nuestras huellas
nos parecen entrañables porque hacen el espacio más humano y aunque nos pasamos
muchas horas luchando contra el desgaste propio y el de nuestra casa, a base de
cosmética y bricolage, un poco de edad no le hace daño. Al contrario, saber envejecer añadiendo capas de interés puede ser una
virtud a valorar en el momento de juzgar un espacio.
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