¿Habéis intentado en alguna ocasión entablar una
conversación simplemente correcta dentro de un ascensor? Es casi imposible
pasar de las frases tópicas sobre el tiempo y hemos de reconocer que estamos
deseando que el ascensor llegue a
destino para respirar hondo y salir pitando con un saludo modelo balbuceo.
Algo
parecido ocurre con las zonas de distribución de una comunidad residencial, los
pasillos o rellanos que, al igual que los portales, antaño servían para
entablar conversaciones o aprovechar la noche para compartir unos momentos
tomando “la fresca”, ahora son zonas de tránsito rápido para cubrir a la
carrera dese la calle antes de cerrar la puerta a cal y canto.
Los porches, los vestíbulos, los pasillos, los
terrados y, por supuesto, el ascensor, son miembros de este club distinguido de
espacios no pensados para vivir, o simplemente, no pensados. Son los llamados
“espacios intermedios”, que sirven de frontera entre el ámbito público urbano y
el interior privado, y se han convertido en una de las máximas preocupaciones
de los arquitectos de hoy. Los maestros, como Alvar Aalto, ya habían planteado
sus propuestas buscando formas de humanizar estos espacios, por ejemplo, borrando
las fronteras entre la casa y el jardín.
La Villa Mairea, una casa de veraneo
en Finlandia, proyectada por el arquitecto, ahora convertida en historia de la
arquitectura residencial y que se puede visitar, es un precioso ejemplo de cómo
Aalto conseguía crear espacios domésticos que nunca eran ni demasiado cerrados
ni demasiado abiertos. En la arquitectura del genial finlandés no se está
dentro o fuera sino que todos los ángulos de la vivienda ofrecen la sensación
de que estamos saliendo o entrando, de forma que los espacios intermedios se
convierten en los más importantes y la casa adquiere un carácter mágico.
Las leyes imperantes de la arquitectura “inmobiliaria” han olvidado estos experimentos que, en definitiva, surgían como intentos de mejorar la vida de las personas, de hacer más agradable la convivencia y favorecer las relaciones entre vecinos. Los espacios intermedios como zonas de relación humana se han abandonado a su suerte para concentrarse en los valores de intimidad, seguridad y aislamiento. La deshumanización de las ciudades también está causada por esta vocación de clausura que empieza por los pasillos vacíos, sigue con las televisiones a toda pastilla y acaba (de momento) con adolescentes enganchados a los videojuegos con la mirada fija en la pantalla durante horas.
El espacio intermedio por excelencia es la plaza del
pueblo, donde ocurría todo en las antiguas ciudades. La plaza ha sido
sustituida por los centros comerciales, pero las ocasiones de intercambio y
conocimiento que ofrecían se reducen ahora a una oferta comercial ingente y
poco más. Ni siquiera el fenómeno de comunión emocional que era el cine puede
aguantar la presión del aislamiento doméstico.
Tendemos a creer que en el núcleo doméstico reside
nuestra felicidad y olvidamos que somos unos bichos gregarios que gustan de
saber lo que ocurre en la casa de los demás y explicar lo que sucede en la
nuestra (de ahí el éxito de los realities y programas de cotilleo). La soledad
es enemiga de los espacios intermedios.
Hay que empezar a recuperar el valor de estas zonas
de traslación para ver si son capaces de devolvernos el gusto por la
conversación improvisada, por el intercambio de recetas o por la simple
cortesía. Sería bueno volver a pensar la casa con otra perspectiva, empezando
por aquí.
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