“Dadme una pareja feliz, dejadme que la ponga en una vivienda incómoda
e inadecuada y, en cuestión de un año, se han separado”. Esta afirmación, que
utilizaba Xavier Rubert de Ventós en sus lecciones magistrales en la Escuela de Arquitectura
para explicar a los futuros arquitectos la responsabilidad que recae sobre sus
hombros, resulta tan demoledora como ilustrativa sobre la importancia del
entorno en el desarrollo personal. El arte de manipular el espacio para conseguir
una respuesta positiva por parte de las personas es la esencia del trabajo de
los interioristas cuando enfocan el proyecto de un restaurante, un hotel o una
boutique. Se trata de crear emociones que faciliten encontrarnos a gusto allí
dentro, relajarnos, descansar o comprar. Todos los sentidos están expuestos a
este chaparrón de estímulos positivos orientado a conseguir una respuesta,
aunque sea un simple pensamiento, del tipo “aquí debo volver”. La psicología
del consumidor es una disciplina de aprendizaje obligado para los
interioristas.
Lo mismo ocurre a una escala más
modesta cuando se trata de pensar la casa: sabemos que los espacios domésticos
bien o mal organizados, como el día nublado, determinan nuestro humor. No sólo
eso, también inciden en la capacidad de concentración, la de relajarse, la de
comunicarse con los demás, posiblemente incluso en los temas relativos a la salud. De forma que según esta
teoría, las viviendas ya no pueden ser simplemente inteligentes, sino también amables,
cariñosas, excitantes o simplemente felices, frente a otras más bien feíllas −pobrecitas−
que carecen de todas estas virtudes porque la vida las ha hecho así.
La vivienda inteligente se
construye a base de tecnología. ¿Cómo se edifica la vivienda feliz, la que comunica
sentimientos positivos y aumenta los logros personales? ¿Existe una fórmula
idónea para ello? Lo cierto es que vivimos en casas sin pretensiones edificadas
por empresas inmobiliarias que sólo tenían una pretensión: ganar dinero, ya. Y
sin embargo, somos más o menos felices en medio de la vulgaridad imperante, de
la incoherencia decorativa.
Coco, el perro de mi hija Carla, excelente equipo de seguridad
con sensor de presencia incorporado y bajo gasto energético
Está claro que el plus de
humanidad lo ponemos nosotros. Pero no estaría de más, ahora que la felicidad,
según Punset, se ha convertido en un derecho inalienable, que los diseñadores y
arquitectos reflexionen sobre ello y miren qué pueden aportar al respecto. La
satisfacción que produce la domótica está muy bien, pero palidece ante la
alegría de un perrillo moviendo el rabo cuando sus dueños entran en casa. Ese momento
se parece bastante a la felicidad. Y, por cierto, el chucho también avisa de
los intrusos sin necesidad de sensores de proximidad.
Eso también lo decía yo sin ser arquitecto. Éramos una pareja feliz que acabamos en un piso incómodo y deprimente, más por urgencia que por economía. Ni si quiera llegamos al año…
ResponderEliminarCon mi siguiente pareja tardamos una eternidad en encontrar piso. Ninguno tenía ese aura interior que yo buscaba. Hasta que lo encontré! Lo malo es que las visitas nunca se quieren ir.
Buena señal si las visitas no quieren irse... habéis dado en el clavo. No hay mejor indicativo de la calidez de una casa que las sensaciones de los que vienen de fuera. Un saludo
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